sábado, 27 de marzo de 2010

Con los ojos a cámara lenta

El vino recorría sus muñecas, sus mejillas. Su cara, normalmente ya colorada, parecía la de un esfuerzo sobrehumano, y de sus manos parecía gotear la sangre púrpura de un ser mitológico.

Con el rostro encendido y la mirada perdida se preparó. Arqueó el brazo en lo que parecieron minutos, y después, con paciencia y artesanía, abalanzó la palma de su mano hacia mi cara.

Entonces todo estalló.

Yo caí de espaldas, ella siguió la inercia del golpe salpicando de vino las paredes, y mientras mi espalda destrozaba las botellas de cristal vacías tras nosotros, todo pareció volver a la normalidad.

Y de nuevo lentamente se preparó, limpiándose como una gata el vino, mirándome recelosa desde su trono de inmadurez.

Sólo había una reina en la colmena, y yo, levantándome con prisas, supe que había llegado el otoño, el tiempo de emigrar.


Entre Hugo y Shakespeare han agotado los temas. Ya no es posible ser original ni siquiera en el pecado. No nos quedan emociones auténticas, sólo adjetivos extraordinarios.

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