Con el rostro encendido y la mirada perdida se preparó. Arqueó el brazo en lo que parecieron minutos, y después, con paciencia y artesanía, abalanzó la palma de su mano hacia mi cara.
Entonces todo estalló.
Yo caí de espaldas, ella siguió la inercia del golpe salpicando de vino las paredes, y mientras mi espalda destrozaba las botellas de cristal vacías tras nosotros, todo pareció volver a la normalidad.
Y de nuevo lentamente se preparó, limpiándose como una gata el vino, mirándome recelosa desde su trono de inmadurez.
Sólo había una reina en la colmena, y yo, levantándome con prisas, supe que había llegado el otoño, el tiempo de emigrar.
Entre Hugo y Shakespeare han agotado los temas. Ya no es posible ser original ni siquiera en el pecado. No nos quedan emociones auténticas, sólo adjetivos extraordinarios.
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