jueves, 8 de abril de 2010

Que venga el mal tiempo

"Sevilla, Plaza Nueva" Arturo CERDÁ Y RICO

Y esperar, a la sombra de los árboles, que vuelva el mal tiempo, con sus ganas de llover, sus nubes oscuras. Que vuelva con toda su fuerza; aquí le espero, me quedé ya sin canciones que cantar al buen tiempo.

Así podré contar que ayer te vi, con tu falda nueva al viento, sin prisa ninguna, sin darte cuenta que a tu alrededor gira el mundo entero. Y contar de uno a hoy los días que te echo de menos, aunque ya no te busque, aunque ya no te tengo.

Este calor ya no me cala por dentro, ya no lo siento. Y mala señal es esa, mal augurio, mal contratiempo. Pero qué me va a importar, tengo mi banco, mi sombra, mi plaza nueva, ¡Sevilla entera! Y yo que ya no la quiero, ahora que la tengo.

Yo no era de esos, y de eso hace bien poco, que necesitaran de un reflejo. Yo me basto, todo yo, para lo que el camino me vaya trayendo. Pero ya no. Ahora te busco, sí, con tu falda nueva, pero ya no estás, ya no hay espejo ni mirada al fondo, ni duda ni nada, pozo vacío muerto.

¿A quién le dedico yo ahora mi vida, mis pensamientos? Si más que pensarme a mí sólo me vienen quejas, lamentos. Y yo que no era de esos y aquí me tienes, más solo todavía. Pero te guardo la silla, la vigilo toda la noche, y aún como ahora durante el día. Yo ya no quiero trabajo ni pan ni sueño ninguno, yo no lo guardo, ya no lo tengo.

¿Y la plaza? Plaza nueva, poco concurrida. Los voy echando con la mirada, de esquina en esquina, porque vigilo siempre, sin duda, vigilo todavía.


Lo mezquino en todo esto es la esperanza. ¡Aquí querría verla yo! Custodiando una silla, desbocando los quizás de tanto vestirlos.

Me llevo a la boca otro suspiro y me dejo caer en mi banco, que me recoge. Le debo mucho a él y a mi árbol, y a la mala noche que me hace encoger. Todo sea por esperar, por verte aparecer con tu suave falda nueva. Por ver cómo el viento se va llevando las promesas, y de las palabras sólo quedan las clavadas en mi corazón.

Los hay que lloran o ríen de los nervios, los hay que prefieren ser filósofos, y los hay bribones, muy bribones ellos, que quieren las riendas, el control de sus vidas por dentro, y correr escapando de ellas, enamorándose en cada rincón. Yo les llevo ventaja, y saco orgullo aquí en mi banco. Porque yo no te lloro, ni me desespero. Yo no te trato con palabras de otros, ni con libros pesados que no dicen nada. Yo me dejo llevar por ti, y si huyo es del resto, que me sobra, que me persigue, me ahoga. Yo no les busco pero ellos, todos ellos, están siempre tras la puerta, siempre ahí. Aunque no les busco, a ellos siempre los tengo. Para separarme de ti.

Y es difícil, no lo creas, porque siempre lo vi venir. Hubiera sido fácil apartarse y dejar que otro más joven se encargase. Y cabalgue y se haga el héroe, conquistando de palabra lo que vaya a venir después. Pero me puse en medio y éste es el precio. El precio por haberte tenido, por haberte querido.

Porque yo si tú me dejas me dejo el tacto en ti y lo demás lo olvido, y me quedo a mi sombra pálida de ti. Y aunque me vaya herido aquí dejo mi árbol, mi buena sombra y esta plaza que ya veo envejecer.

Pero… pero, ¡ahí estás! Ahora llegas. ¿Vendrás a por mí? Ahora me vienen las dudas, ¿qué te digo? ¿Me saludas? No… no me saludas, es a otro, otro que ves venir. Y te conquista, el muy bribón, y cierra mi puerta tras de sí. Ya te has ido. Pero con otro. ¿Qué será de tu falda nueva con ése que se olvidó los dedos en otra y en tantas otras más? Maldito momento.

Y a mí ¿qué me queda? Ya no hay sombra, el árbol mengua. Tu silla, como todo lo demás, se la lleva el viento, y mi banco ¡ay mi banco de piedra! Se vuelve incómodo y de aquí me echa.
Abatido, abandonado, sin gracia ninguna, camino. Ya no hay nada que esperar, ni lugar donde ir. Mi casa se va contigo, y ahora es la calle de la que me hago huésped, mártir.

Aquí me quedo, aquí mismo, que aún veo la plaza. Desolada, la pobre, que tanto me acompañaba. ¡Plaza nueva! Tendrían que cambiarle el nombre, añadirle detrás un “mientras pueda”. Y yo ya no puedo, si ya no te tengo.

Enfilo de nuevo camino, sin denuedo, marcando a mi paso mi nuevo futuro. ¡Qué de conquistas! Ya no la quiero, no. Me voy y que le aproveche a él el bocado entero, que yo ya comí y eso era puro veneno. ¡Que ya no me corroe! Ya no le dejo.

Ahora corro, corro y casi vuelo. Me busco mi fortuna, el mal tiempo ya casi lo huelo. Llego al cuchitril que llamé casa antes que a ella, y cojo mi guitarra, mis letras, algo de abrigo, ¡y comida! Que ahora sí la quiero, porque ya no la quiero a ella, ya nunca más ni más quejarme. Salgo de allí y de nuevo corro, desalojando la soledad, llamando al pueblo entero. ¡Sevilla, Sevilla! Soy yo, ¡he vuelto!

Llego a la plaza, arranco tu silla del suelo, me apoyo y canto, canto a la lluvia que algún día se nos vendrá encima, y ya no me haces falta, ya no te quiero. Ahora que te tenga otro, que te aguante el bribón, que te sude la envidia, ¡que se te acabe el pelo!

Yo con mi guitarra voy llamando y se abren las puertas, ¡ya se nubla el cielo! La gente sale a los quicios a verme cantar, a ver al loco cantar sobre la lluvia y el hielo. Adiós buen tiempo, yo por mi parte ya no te quiero.

Ahora los niños se acercan, me hacen los coros. La plaza se llena, ¡Plaza nueva! Yo te traeré a la gente mientras aún pueda. Me miran maravillados ahora que canto, ¡jamás canté sobre este tema! Entonces sí que me dejo llevar y vuelve la alegría, y destierro la pena.

Pero en ese momento, maldito momento, la gente se aparta, una puerta se abre, mira la plaza llena, y ella me mira, con ojos insólitos, mis gestos inhóspitos, mi mirada serena.

Despacio, muy despacio, del bribón se separa, y camina lenta, muy lenta, a mi alrededor. Empieza su baile, su danza de muerte, y antes de poder enterarme, la guitarra es su acompañante, y de nuevo soy tu preso, de nuevo tuyo, ¡adiós sol radiante!
Te me abrazas y yo me pierdo, y los niños callan ya sus coros, mientras yo me pierdo poco a poco; la gente se va, ya no les veo. ¿Qué nos dejaron? La intimidad de verdugo y reo, la paz del esclavo, la quietud del matadero. Porque yo a ti me abrazo, aunque ya no te echo de menos. Ya no hay amor en mis caricias, ni anhelo en mi aliento.

La vida se me escapa, también se la lleva el viento. Yo, inútil de mí, pobre yo vacío, te pertenezco.

Lo noto en tu mirada, todo empieza de nuevo. Porque te marchas y me dejas en mi plaza, Plaza nueva, con mi mal tiempo, pero otra vez sin canciones. Las nubes anuncian su tormenta con tambores de truenos, mientras yo me cobijo bajo mi árbol, ya crecido, y te veo desaparecer como al resto.


Y yo, que ya no te tengo, que ya no te quiero… pero te espero.

sábado, 27 de marzo de 2010

Con los ojos a cámara lenta

El vino recorría sus muñecas, sus mejillas. Su cara, normalmente ya colorada, parecía la de un esfuerzo sobrehumano, y de sus manos parecía gotear la sangre púrpura de un ser mitológico.

Con el rostro encendido y la mirada perdida se preparó. Arqueó el brazo en lo que parecieron minutos, y después, con paciencia y artesanía, abalanzó la palma de su mano hacia mi cara.

Entonces todo estalló.

Yo caí de espaldas, ella siguió la inercia del golpe salpicando de vino las paredes, y mientras mi espalda destrozaba las botellas de cristal vacías tras nosotros, todo pareció volver a la normalidad.

Y de nuevo lentamente se preparó, limpiándose como una gata el vino, mirándome recelosa desde su trono de inmadurez.

Sólo había una reina en la colmena, y yo, levantándome con prisas, supe que había llegado el otoño, el tiempo de emigrar.


Entre Hugo y Shakespeare han agotado los temas. Ya no es posible ser original ni siquiera en el pecado. No nos quedan emociones auténticas, sólo adjetivos extraordinarios.

martes, 23 de marzo de 2010

El frío agrietaba las ventanas

La calefacción se volvió a apagar, y él maldijo brevemente. Poco se podía decir ya del vaivén de la corriente eléctrica. Sin embargo no dejó de mirar expectante la pequeña luz del radiador. La atravesó con la mirada, amenazándola sin palabras para que se encendiera de nuevo.

Era el invierno más frío de los últimos treinta años. Siempre es el invierno más frío de los últimos treinta años. Uno se pregunta si el tiempo no será como todo, y se repite una y otra vez con intervalos de treinta años. Era una buena cifra, casi una generación. No tenía nada de malo, excepto el crudo frío que se colaba por las grietas de las ventanas.

Subió la manta hasta su nariz, con miedo de descubrir alguna zona de su cuerpo. El frío no perdonaba, no conocía la piedad. Tal vez treinta años atrás sí la conocía, y el frío era sólo un invitado más en la casa.

Agarró fuerte la manta, y de repente la pequeña luz volvió, y el frío se fue alejando, esperando. Nunca se termina de huir del frío.



Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningun lugar, por lo que tampoco había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad. Estaba frío el suelo, el techo, los pasamanos de la escalera, estaban frías las paredes, estaba frío el colchón, estaban fríos los hierros de la cama, estaba helado el borde de la taza del retrete y el grifo del lavabo, con frecuencia estaban heladas las caricias. Aquel frío de entonces es el mismo que hoy, pese a la calefacción, asoma algunos días de invierno y hace saltar por los aires el registro de la memoria.
Si se ha tenido frío de niño, se tendrá frío el resto de la vida.