sábado, 27 de marzo de 2010

Con los ojos a cámara lenta

El vino recorría sus muñecas, sus mejillas. Su cara, normalmente ya colorada, parecía la de un esfuerzo sobrehumano, y de sus manos parecía gotear la sangre púrpura de un ser mitológico.

Con el rostro encendido y la mirada perdida se preparó. Arqueó el brazo en lo que parecieron minutos, y después, con paciencia y artesanía, abalanzó la palma de su mano hacia mi cara.

Entonces todo estalló.

Yo caí de espaldas, ella siguió la inercia del golpe salpicando de vino las paredes, y mientras mi espalda destrozaba las botellas de cristal vacías tras nosotros, todo pareció volver a la normalidad.

Y de nuevo lentamente se preparó, limpiándose como una gata el vino, mirándome recelosa desde su trono de inmadurez.

Sólo había una reina en la colmena, y yo, levantándome con prisas, supe que había llegado el otoño, el tiempo de emigrar.


Entre Hugo y Shakespeare han agotado los temas. Ya no es posible ser original ni siquiera en el pecado. No nos quedan emociones auténticas, sólo adjetivos extraordinarios.

martes, 23 de marzo de 2010

El frío agrietaba las ventanas

La calefacción se volvió a apagar, y él maldijo brevemente. Poco se podía decir ya del vaivén de la corriente eléctrica. Sin embargo no dejó de mirar expectante la pequeña luz del radiador. La atravesó con la mirada, amenazándola sin palabras para que se encendiera de nuevo.

Era el invierno más frío de los últimos treinta años. Siempre es el invierno más frío de los últimos treinta años. Uno se pregunta si el tiempo no será como todo, y se repite una y otra vez con intervalos de treinta años. Era una buena cifra, casi una generación. No tenía nada de malo, excepto el crudo frío que se colaba por las grietas de las ventanas.

Subió la manta hasta su nariz, con miedo de descubrir alguna zona de su cuerpo. El frío no perdonaba, no conocía la piedad. Tal vez treinta años atrás sí la conocía, y el frío era sólo un invitado más en la casa.

Agarró fuerte la manta, y de repente la pequeña luz volvió, y el frío se fue alejando, esperando. Nunca se termina de huir del frío.



Recuerdo sobre todo que el frío no venía de ningun lugar, por lo que tampoco había forma de detenerlo. Formaba parte de la atmósfera, de la vida, porque la condición de la existencia era la frialdad como la de la noche es la oscuridad. Estaba frío el suelo, el techo, los pasamanos de la escalera, estaban frías las paredes, estaba frío el colchón, estaban fríos los hierros de la cama, estaba helado el borde de la taza del retrete y el grifo del lavabo, con frecuencia estaban heladas las caricias. Aquel frío de entonces es el mismo que hoy, pese a la calefacción, asoma algunos días de invierno y hace saltar por los aires el registro de la memoria.
Si se ha tenido frío de niño, se tendrá frío el resto de la vida.